sábado, noviembre 12, 2005

Pudor

Papapa se dejó llevar por la enfermera unos pasos. Luego volteó y se dio cuenta de que no había avanzado más de un metro en los últimos diez minutos. Sintió rabia, pero olvidó pronto. Luego olvidó otra cosa. Trato de recordar que, pero no lo consiguió. El pensamiento había pasado fugazmente por su cabeza, como un chispazo que no produce llama. Trató de recordar alguna otra cosa, cualquier otra cosa. Se sintió agotado.
-¿Quiere sentarse? -dijo la enfermera- ¿Sí? A ver, vamos acercándonos a la banca con cuidado, tranquilito, eso es.
Papapa odiaba a esta enfermera que lo trataba como a un imbecil. Y a Lucy y a Alfredo, que lo trataban como al gato. Y a Sergio y a Mariana, que no lo trataban. Hasta a la abuela. Por cierto ¿Dónde estaría la abuela? No la había visto en varios días. ¿O sí? Seguramente sí, pero no le venía a la memoria. Es decir, la abuela siempre estaba. Siempre había estado. No podía recordar nada de la vida antes de ella. Y después de ella, toda la vida había sido igual. Podía reciclar un recuerdo del 56 y usarlo como si fuese del día anterior.
Trato de darle la espalda a la enfermera, pero sintió que su cintura no se lo permitiría. Decidió perdonarla. Se acomodó en la banca para mirar a la gente. Su vista era buena. Eso podía hacerlo bien. Al menos eso. Primero había dejado de servir para trabajar. Luego había dejado de servir para tener una casa. Finalmente había dejado de servir para querer. Ahora no servía ni siquiera para recordar. Solo para mirar.
En una esquina del parque había dos niños jugando fútbol. Más cerca, junto a unos arbustos, una pareja se besaba casi comiéndose. Él tenía la mano metida en el pantalón de ella. Ella estaba echada casi completamente debajo de él. Papapa se preguntó si no tendrían casa. Las parejas que se besaban de ese modo lo desconcertaban. No es que se indignase, sino que no comprendía su falta de pudor. El mismo nunca había sido un ángel, pero siempre había guardado las formas como corresponde. Trato de envidiarlos un poco, pero descubrió con fastidio que no sentía ningún deseo.
En una banca, al frente, había una mujer. Debía ser hasta más vieja que él. Papapa celebraba para sus adentros cualquier encuentro con alguien más viejo que él. La mayoría de sus mayores había ido desapareciendo hasta convertirlo en el hombre más viejo del que tenía noticias. Pero esta mujer podía ser, por lo menos, de su edad. Su rostro estaba surcado, arrasado de tiempo. Parecía tener arrugados hasta los ojos y la lengua. Su único movimiento visible era un tic en la mano, como si pasase las cuentas de un rosario invisible mientras fijaba la vista en el cielo. Su enfermera leía una revista de las vidas privadas de los famosos. Papapa pensó que conocía a esa mujer de alguna parte.
Llevaba años sin fijarse en las mujeres porque todas le parecían hijas o nietas y lo trataban como su enfermera. Antes no despreciaba un buen pedazo de carne si se le ponía a tiro. Últimamente, aun si le metía mano a una chica, ella lo consideraba un síntoma de Parkinson y le sonreía. Había perdido hasta la capacidad de recibir cachetadas y generar rubores. Pero en sus paseos al parque iba aprendiendo a encontrar la hermosura en las comisuras de los labios vencidas por la edad, en los huesos quebradizos, en las cabelleras que dejaban adivinar el blanco ceniciento por debajo del tinte. Esta mujer era de ese tipo. De las que no se pueden tocar porque se quiebran. Solo se dejan mirar.
Quizá lo atraían sus ojos grises o su extrema delgadez. O quizá la sensación de haberla visto antes. Pensó que seria mejor no mirarla tanto, la abuela podía enterarse, seguro que la enfermera le diría algo. Las mujeres siempre estaban confabuladas. Pero continuó mirándola con disimulo. Si sentía que la enfermera lo miraba, desviaba los ojos hacia los niños que jugaban a fútbol, jamás hacia la pareja que se besaba en el suelo. Lo hizo así dos o tres veces hasta que pensó:
- Qué carajo. Soy mayor de edad y hago lo que quiero
Y decidió seguir haciendo lo que estaba haciendo.
Pero había olvidado qué era.




Fragmento del libro "Pudor", del joven escritor peruano Santiago Roncagliolo. digamos que me ha gustado.
Besos

SiL

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuan lleno de humanidad, Sil-via, ... me ha encantado, sobre todo porque hasta que he percibido el giro latino, ... había pensado que era tuyo y que te habías lanzado a escribir. Yo te animaría a que intentases expresar y poner en palabras todo ese sentimiento que te desborda. Seguro que nos sorprendes a todos. Sólo tienes que unir la técnica narrativa que ya posees con la desbordante imaginación que anidas en tu cabeza. Se empieza por textos cortos que luego ya irán creciendo y cobrando vida. (Si quieres, vuelve a ver la película "Descubriendo a Forrester". Tópicos aparte, ... puede que te proporcione alguna pista)
Un besote cargado de vita-minas.